La reflexión teórica es una parte
fundamental de este proyecto. Empezó con una idea clara: queríamos hacer una
reflexión sobre el lenguaje, sobre sus mecanismos, sobre sus usos. Pronto nos
dimos cuenta de que una reflexión de este tipo nos conducía a una crítica del
poder. Dice Giorgio Agamben que toda obra escrita puede ser considerada como el
prólogo de una obra jamás escrita que permanece necesariamente así. El título
de su obra que permanece obstinadamente no escrita sería éste: Ética, o sobre la voz. En ese libro se
preguntaría: “¿Existe una voz humana, una voz que sea la voz del hombre como el
chirrido es la voz de la cigarra o el rebuzno es la voz del asno? Y si existe,
¿acaso el lenguaje es esta voz? ¿Cuál es la relación entre voz y lenguaje, entre
phoné y lógos?”
En su investigación
sobre la voz humana, Agamben hace una reflexión sobre la infancia atendiendo a
su sentido etimológico, esto es, in-fancia, el que no habla. Si pensar nos
lleva inevitablemente a plantearnos el problema de los límites del lenguaje, el
concepto de infancia nos hace plantearnos lo inefable, lo inenarrable como
categorías que pertenecen únicamente al lenguaje humano: no son los límites del
lenguaje sino la expresión de su invencible poder de presuposición por lo cual
lo indecible es aquello que el lenguaje debe presuponer para poder significar.
Pero lo que más nos llamó la atención de la reflexión del filósofo es que su
libro no escrito es un libro sobre Ética. Entre la voz (que expresa placer y
dolor, y, según Aristóteles, es algo que compartimos con los animales) y el
lenguaje (que nos permite distinguir entre lo justo y lo injusto, lo
conveniente y lo inconveniente) hay un vacío, una afonía. Entonces: ¿cuál es la
expresión justa para la existencia del lenguaje? Y la única respuesta posible
para Agamben sería la vida ética.
Pero la realidad es
que nuestro lenguaje está enturbiado, manipulado, retorcido, dirigido, plagado
de eufemismos, cegado. La luz nos impide ver. Aquí es donde aparece otro autor
cuya obra ha determinado el planteamiento de la nuestra. Hablamos de Georges
Didi-Huberman y su libro Supervivencia de
las luciérnagas. Básicamente, la tesis que se defiende en el libro es que
los potentes reflectores del poder nos tienen cegados y somos incapaces de ver
que todavía sobreviven luciérnagas que emiten su pequeña luz: "¿Está el mundo tan
totalmente sometido como han soñado [...] nuestros actuales consejeros
pérfidos? Postularlo así es, justamente, dar crédito a lo que su máquina quiere
hacernos creer. Es no ver más que la noche negra o la luz cegadora de los
reflectores. Es actuar como vencidos: es estar convencidos de que la máquina
hace su trabajo sin descanso ni resistencia. Es no ver más que el todo. Y es,
por tanto, no ver el espacio -aunque sea intersticial, intermitente, nómada,
improbablemente situado- de las aberturas, de las posibilidades, de los
resplandores, de los pese a todo”. Y es que la luciérnaga es un espacio de
resistencia.
Aplicamos la advertencia de Didi-Huberman a nuestro Archipiélago Dron y descubrimos que las
islas de nuestro archipiélago eran, en realidad, los reflectores cegadores del
poder y que aquello que las unía y las separaba eran luciérnagas que emitían
sus singulares señales luminosas. También nuestras luciérnagas serán
intermitentes y nómadas e impedirán no ver más que el todo. Si la lógica del
poder muestra lo que hay como única realidad, las luciérnagas serán las
interrupciones de esa lógica que nos permitan alumbrar lo frustrado, lo
olvidado, lo posible, lo ausente. Gracias a su luz podremos escuchar la
advertencia que hace la cartógrafa de la ausencia de Juan Mayorga: “Desconfía
de tus ojos, lo que tus ojos ven esconde cosas”. Quizás nuestras luciérnagas no
lleguen a tener lenguaje, pero seguro que tendrán voz.
QY Bazo
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